Los adivasi del bosque


14/05/2018 - Alejandro Soto

Cuando llegamos a Dediapada, la noche se nos había adelantado. Y así, envueltos en incertidumbre, nos sumergimos en la comunidad de los adivasi bajo el cielo estrellado.


Llevábamos todo el día en trayectos y apenas habíamos escuchado el nombre del lugar; así que no fue hasta entonces que nos enteramos de la importancia de esta gente y lo afortunados que éramos de estar ahi.






Aunque en India representan alrededor del 8% de la población (lo que termina siendo cientos de millones), el pueblo adivasi es una reliquia en peligro de extinción.


Su espiritualidad tiene como foco al bosque, y toda la vida que este contiene. Y por lo mismo, han aprendido a través de las generaciones a vivir en balance con su entorno.






Ya sea cultivando plantas curativas, o construyendo sus casas con lodo y estiércol, los adivasi nos enseñan esa parte de nuestro pasado que debemos conservar si queremos un futuro.


Lo irónico es que, a pesar de tener una sabiduría invaluable, son ignorados por la sociedad y desplazados brutalmente a un contexto más urbano. Y ahí, en la pobreza de la ciudad, les ofrecen productos desechables que antes obtenían de manera natural.






¿El motivo? Privatizar los bosques para que algún corporativo pueda explotar los recursos facilmente. Todo por el culto al capitalismo y la promesa de un PIB más alto.


Pero los adivasi no dejan que eso los contamine. A pesar de ser un grupo vulnerable en muchos sentidos, mantienen una generosidad que se desborda bondad.






Los niños de la comunidad son amables y respetuosos, y no aceptan más de un dulce por cabeza. Y de ahí, hasta el más lonjevo de ellos, se percibe un sentido de gratitud que es imcompatible con la avaricia material.






Su bienvenida es una orquesta de bendiciones, que a modo de velas, vindis y flores, conmueven a cualquiera. Adentro de la casa, hay una docena de personas (en su mayoría mayores) que esperan sentados en silencio nuestra llegada.


Una vez que todos nos encontramos reunidos en el suelo, las mujeres han concluido sus cánticos, y se han cruzado las palabras de afecto, nos invitan a cenar.






La gente se activa, la cocina cobra vida, y ante nosotros se presenta un menu especial que ellos mismos han sembrado, cosechado, cocinado y servido. Todo de manera orgánica y en su traspatio.






Sentados ahí, con ojos cristalinos, y sin poder pronunciar bien el ‘gracias’, nos percatamos de lo mucho que necesitamos más adivasi en el mundo.